Mi mundo era un mundo de luces. Rodeado vivía de los agradables sones de la cotidianeidad hogareña. Impregnado de la divina calma que me brindaba el orden de las certezas. Ése, mi mundo, estaba regido por el equilibrio impuesto de las buenas costumbres y yo acogía la imposición sumisamente porque percibía que quienes me rodeaban eran felices. O al menos, parecían serlo. Y la felicidad plena era la meta que yo buscaba. Meta impuesta también, claro.
Así transcurrían los inocentes primeros tramos de un camino que yo transitaba, cuyo destino era incierto. Sin embargo, se me garantizaba que de seguir las proscripciones de los sabios, encontraría respuesta a todos los interrogantes que me surgiesen y llegaría inexorablemente a aquella meta. No había de qué preocuparse entonces. Hasta parecía sencillo. De hecho, los mismos errores que uno podría llegar a cometer, serían absueltos por la autoridad competente, previo castigo y contra presentación del propósito firme de evitar ocasiones de ser reincidente.
“Uno es hijo del rigor”, era una de mis frases favoritas por aquel entonces y sonreía con ternura mientras recordaba los dulces azotes que cuando niño me habían proporcionado mis padres dada mi inescrupulosa y salvaje manía de treparme a los árboles. La violencia era efectiva. Y afectiva. Era un mal menor. “¡Qué habría sido de mí sin un buen reto!”, pensaba angustiado y agradecía. Y era feliz. O creía serlo.
Pero aquél modelo de felicidad costaba. Y a mí, en particular, me exigía demasiados esfuerzos lo que me llevaba a cometer muchos errores. Y debía volver a empezar. Una y otra vez lo hacía. Pero los reproches de la culpa eran cada vez más severos y la debilidad producida por la fatiga que demandaba conservar la luz en mi vida, fueron el caldo de cultivo para que desde lo más profundo de mi ser se geste el germen del cambio. Fue cuando una oportunista fuerza oscura comenzó a acecharme.
Su advenimiento no fue repentino. Sus primeras sutiles apariciones eran breves y su tarea era predicarme la duda y la desconfianza hacia aquel sistema de normas que yo aceptaba. Poco a poco iba sembrando cada vez más ideas novedosas que contradecían mis preceptos. Como una especie de alter ego mío, pretendía guiar mis pasos según otras reglas que entraban en conflicto con los saberes que yo había recibido. ¡Cómo escucharla! Mis oídos se cerraban a su voz tremebunda y pretendían negarla. Pero la fuerza estaba ahí y me hablaba con voz cada vez más clara y más irreverente. Me interpelaba, cuestionaba, intentaba negociar. Sin embargo, aunque su influencia era cada vez menor, la luz todavía regía mi vida.
Pronto los embates de la fuerza oscura se volvieron más intensos y contínuos. Se me tornó insoportable negarla. Estaba ahí. Irremediablemente debía convivir con ella y escucharla. O volverme loco.
La fuerza me presentaba un mundo desconocido, que en realidad ella misma desconocía y aun así, resultaba atrayente el panorama que me enseñaba. Se trataba de un mundo gobernado por el caos, la incertidumbre, el error y por sobre todo, por la libertad. El único procedimiento que había que seguir para entrar en él, era dejarse impregnar por las tinieblas de la ausencia de normas y la ruptura definitiva con los patrones de felicidad impuestos por el vetusto régimen de la luz.
De esa forma, la fuerza fue tornándose amigable. Muchos de sus cuestionamientos me parecían convincentes. Ya no me asustaba escucharla. Cuando su negrura cubría mi camino me sentía imbatible. Experimentaba que me envolvía con su energía y me llenaba de una potencia que nunca antes había sentido tener. ¡Era como un dios! Abrazaba con tanto ardor aquellas epifanías que ya no distinguía entre mi accionar y el de la fuerza oscura.
Fue así como las tinieblas llegaron a mi mundo y desplegaron su poderío sobre mi ser. La culpa, el miedo, el dolor se habían esfumado. Empezaba una nueva etapa del camino con la sombra como norte. Sin metas precisas. La meta era el camino. Y lo sigue siendo.